Cuando yo era pequeña conocí en la escuela a Daniel. Era mi compañero de clase y además de hablar poco, hablaba de forma poco habitual en un niño:
– Daniel, ¿por qué no me regalas un dibujo?
– ¿por qué no me regalas un dibujo? – repitió Daniel sin levantar los ojos de las fichas de actividades y yo pensé “¡qué niño más raro!”.
Cuando salimos al recreo observé que mientras los otros niños y niñas jugábamos juntos, Daniel estaba como escondido en un rincón, como acurrucado y escondiendo algo. Me acerqué a él sintiendo una extraña lástima para invitarle a que se uniera al grupo. Antes de que pudiese articular palabra, levantó su mirada, me sonrió y extendió su brazo entregándome el dibujo que le había pedido en el aula.
– Yo venía – dije con los ojos llenos de lágrimas de la emoción por recibir el dibujo que me había dedicado – a invitarte a jugar conmigo y con el resto de niños.
– Jugar – repitió Daniel – Anna, yo no sé jugar
– Yo te enseñaré – le contesté – estamos jugando al escondite y como si viniese de otro planeta, sólo se me ocurrió explicarle las reglas del juego. Daniel, las entendió y yo me di cuenta que era incapaz de intuirlas, que había que explicarle las reglas de cualquier juego.
Al día siguiente en el colegio me enfadé muchísimo con una niña, al ver que se reía de Daniel y le gritaba:
– ¡Eres sordo! ¡No nos oyes! ¡No nos miras! ¡Te podemos decirte tonto y no te enteras!
– Daniel no es sordo, Daniel está concentrado en su dibujo y dirigiéndome hacia el, acaricie su brazo y le dije:
– Daniel, ¿me dejas mostrar el dinosaurio que estás dibujando ahora?
– No está acabado aún – contestó tímidamente.
– Daniel, mírame a los ojos. He dicho ahora y debe ser ahora mismo.
Daniel apreció en mi rostro cierto enfado y me extendió el brazo con su dibujo inacabado. Yo cogí el dibujo y me dirigí a la niña burlona y al corrillo que la rodeaba y les dije:
– Daniel no es sordo. Daniel está concentrado en dibujar un dinosaurio. ¿Quién de vosotros es capaz de dibujar un dinosaurio sin omitir el más mínimo de sus detalles y sin copiarlo de un libro?
El silencio fue la respuesta y las risas y burlas cesaron de inmediato. Daniel tenía gran talento y el talento siempre es digno de admirar.
Otro día, lo observé jugando solo. Parecía tener una gran afición a las interminables filas de muñecos, de animales o de coches. Recordé que me dijo que no sabía jugar. Así que me senté con él con la intención de enseñarle y a continuación me inventé una historia con un muñeco, un perro y su coche. Y le pedí que lo repitiera. Una vez que lo repitió, le pregunté, y ahora, ¿a dónde van? Sin darme cuenta, poco a poco, le estaba enseñando el innato juego símbolico que habitualmente reproducimos todos los niños de forma innata pero a Daniel, había que llevarle de la mano.
Daniel solía estresarse ante situaciones desconocidas o que desviaban del patrón de las rutinas habituales. Al darme cuenta, pensé que sería buena idea anticiparme a los posibles imprevistos y explicarle cosas tan simples como por ejemplo, como está lloviendo, hoy no salimos al patio y jugamos dentro de la clase.
Un día quedamos con nuestras mamás para ir a jugar al parque. Yo era la niña que más entendía a Daniel y su mejor amiga. Ese día le dije a Daniel que teníamos que hacer amigos nuevos así que le pedí que se acercase a un niño para que los dos jugásemos con él. Me sorprendió que su forma de decirle “quiero jugar contigo” fuese acercarse a él y empezar a tocarle. Entonces pensé que no sólo había que explicarle las reglas del juego sino también las reglas de interacción social. Lo más deprisa que pude me acerque apartando a Daniel y preguntando al niño desconocido:
-¿Jugamos los tres?
Daniel y el niño dijeron que sí.
– Escucha Daniel, para jugar le tenemos que preguntar al niño cómo se llama y si quiere jugar al pilla-pilla.
Daniel me comprendió y formuló las preguntas que cualquier otro niño hubiese formulado sin necesidad de apuntador.
La primera rua de carnaval fue muy estresante para Daniel por los tambores que la acompañaban. Noté que no se divertía y que realizó todo el recorrido con las orejas tapadas. Así que antes de la segunda rua le recordé que trajera tapones para las orejas que amortiguasen ese ruido.
Desde mi primer día de escuela hasta el último, Daniel y yo compartimos pupitre. Yo era la persona que mejor le había comprendido y que le había guiado.
Juntos aprendimos a expresar sentimientos como la decepción, los celos, la tristeza, la alegría y el enfado. Conseguí que Daniel observase caras de personas que expresaban sentimientos y emociones, a modo de juego competíamos para ver quien las detectaba antes y aunque a veces me dejaba ganar para motivarle, conseguí que Daniel se acostumbrase a la difícil tarea para él de mirar a las personas a la cara.
Juntos aprendimos a dibujar las matemáticas, el lenguaje, las ciencias naturales… Daniel tenía gran capacidad prodigiosa para memorizar datos e imágenes. Yo le explicaba todas aquellas cosas innatas que a mi me parecían muy sencillas y él siempre me sorprendía explicándome detalladamente aquellas cosas que a mi me resultaban difíciles de comprender. Esto era porque se obsesionaba con temas que eran objeto de su interés hasta convertirse en tan experto como un científico y además, era capaz de percibirlas desde perspectivas que yo jamás hubiese imaginado.
Daniel y yo nos separamos al iniciar nuestra formación universitaria porque habíamos elegido caminos profesionales diferentes pero Daniel sigue siendo hoy, mi fuente de inspiración y mi mejor amigo. Él  es un excelente y prestigioso diseñador de interiores y yo, gracias a él una psicóloga especialista en su sorprendente mundo. Mundo al que mis colegas denominan síndrome de Asperger.

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